viernes, 7 de julio de 2006

LA PEPSI TENÍA UN PRECIO

Cheyenne’s Peack era un pequeño pueblo en la frontera entre Colorado y Nuevo Méjico. Un lugar polvoriento construido en madera de arce, transportada desde Canadá en la caravana del viejo Montimer Plumber. Secada al sol, esta madera resistente a la abrasión daba al pueblo un particular color canela suave. Color que solía verse acentuado por los destellos del sol moribundo. Como en aquel anochecer del 17 de octubre de 1871, cuando el forajido Jan Wesley Hardin irrumpió en el Saloon. Era un sitio pequeño pero con todo el aroma del Far West: bailarinas mostrando impúberes encantos, un pianista tocando desenfrenadamente, mesas circulares donde borrachos jugaban sus partidas de póquer y dados, la clásica barra con el camarero limpiando el polvo acumulado en anchos vasos... y al fondo, sentado en las sombras del rincón más oscuro, un tipo vestido elegantemente con gafas al estilo del este; quizás de Boston. La cuidada barba y su inteligente mirada le daban un cierto aire de intelecto. Su nombre era Pat Perris, un antiguo bandido que había pasado 10 años en la cárcel por el asesinato de cinco hombres. Allí había obtenido el título de abogado y ahora era un tipo honrado. Contrastaba enormemente con el recién llegado, que lucía un polvoriento poncho y una barba de varios días. En su boca bailoteaba un cigarrillo descuidadamente liado, haciéndole entornar los párpados por el humo. Coronaba su aspecto con un gastado sombrero de vaquero. Así era Jan W. Hardin, y sus ojos escudriñaron el local sembrando el nerviosismo entre la clientela. El murmullo se vio silenciado e incluso el pianista dejó de tocar. Las putas y las bailarinas - difícil era distinguir a unas de otras - salieron corriendo escaleras arriba. Casi todo el mundo conocía a Jan al sur de Colorado. El bastardo había matado un total de 35 hombres, y solo a uno de ellos por la espalda. Al fin su mirada se cruzó con la de Perris, que se la sostuvo impasible durante un rato. Jan comenzó a caminar con paso lánguido en dirección a la barra sin apartar la vista de los ojos de Pat Perris. Las espuelas tintineaban ominosamente mientras el suelo de madera crujía bajo sus botas.

- Ponme un trago de Pepsi – dijo Jan con voz seca.

- S.. s.. sí, señor – contestó el orondo cantinero, visiblemente asustado.

Cuando éste se daba la vuelta hacia las botellas, Jan le agarró de la pechera y atrajo su rostro hacia sí.

- ¡Y que sea light! – gritó con su fétido aliento sobre el tembloroso cantinero -. La normal me jode los dientes. El último hijo de mala madre que quiso jugármela con la bebida se está secando al sol de Texas con dos plomazos en las tripas.

- S.. s.. sí, señor.

El pobre hombre sirvió el trago mientras el resto observaba la escena en silencio. Parecía que todo el mundo tenía ganas de salir de allí como alma que lleva el diablo. Pero nadie se atrevía a mover ni un músculo. Jan apuró el vaso y lanzó un sonoro eructo de aprobación. Después lo arrojó contra la pared, donde fue a hacerse añicos. Agarrándose la hebilla del cinturón con ambas manos, el pistolero se encaminó hacia Pat Perris. Aprovechando que les había dado la espalda, la clientela huyó despavorida tumbando mesas y sillas. Incluso el cantinero se tiró al suelo tras la barra. Jan observaba clínicamente al elegante hombre sin decir palabra. Al fin, se dispuso a hablar.

-¿Qué hay, hijo de perra? Ha pasado bastante tiempo.

- Aquí estamos, vejador – dijo Perris sin levantar la mirada. Se afanaba en recortarse las uñas con un cortaplumas.


- Sabes a lo que he venido, ¿no?

- Me hago una ligera idea.

Jan W. Hardin torció la sonrisa escupiendo la humeante colilla casi consumida.

- Mañana voy a ir al Centro Mail de El Paso. Y tú vas a venir conmigo. Arreglarás la PSP y así podremos jugar a dobles al GTA y al Dragon Ball.

Pat Perris por fin levantó la mirada con gesto incrédulo.

- ¿Y si me niego?

Jan hizo a un lado los flecos del poncho, mostrando los laterales del cinturón donde pendían dos Colt del 38.

- Entonces será el plomo el que te convenza.

- Entiendo... ¿y no hay otra solución?

Jan resopló con aire pensativo.

- Me parece que no.

A la velocidad del rayo, Perris se levantó mientras extraía un viejo revólver de debajo de su chaqueta. Jan también desenfundó sus armas y llegó a efectuar un disparo. Pero Pat Perris fue más rápido y preciso, saltándole a Jan la tapa de los sesos de un balazo. Restos de cerebro y sangre mancharon la pared mientras Jan se desplomaba de espaldas, rompiendo una mesa bajo su peso. Estaba muerto antes de tocar el suelo. Pat Perris contempló con aire indiferente el cadáver mientras soplaba el humeante cañón de su arma. Enfundándola, se sentó donde estaba y cogió de nuevo el cortaplumas. “No pienso arreglar la PSP, prefiero desmontarla y esparcir sus restos por la frontera” musitó mientras se recortaba las uñas de forma meticulosa.

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